sábado, dezembro 03, 2005
Del yo a los otros
Esta obra de Paul Ricoeur discurre por un triple hilo conductor que va del conocimiento del objeto al reconocimiento del sujeto y de éste al reconocimiento del otro. El filósofo parte de que no existe una teoría general del reconocimiento en sus múltiples aspectos
.
JOSÉ LUIS PARDO-BABELIA - 29-10-2005
CAMINOS DEL RECONOCIMIENTO
Paul Ricoeur
Traducción de A. Neira
Trotta. Madrid, 2005
276 páginas. 18 euros
En una larga serie de entrevistas autobiográficas, publicada bajo el título de Crítica y convicción (Síntesis, 2003), Paul Ricoeur revelaba su "método de composición": sus trabajos fueron cursos o seminarios en torno a un conjunto de obras y temas independientes antes de convertirse en libros, e incluso después de ello conservaron aquella relativa independencia y el punto de mira puesto más en los estudiantes que en "el público lector". De ahí el carácter de relativa "ruptura" que parece haber entre cada uno de sus textos, y de ahí también el hecho de que al pie de sus páginas se acumulen una serie de obras de referencia, cuya lectura se da por supuesta, pero a las cuales se dedica una atención muy desigual, habitualmente dejando en la sombra la posible conciliación entre perspectivas conflictivas o contradictorias. Si esto dificulta el acceso a sus últimas producciones para un lector neófito, no por ello elimina el interés de sus propuestas. En el caso de Caminos del reconocimiento, Ricoeur comienza llamando la atención sobre un hecho que causa sorpresa: a pesar de la preferencia de la que este asunto ha llegado a gozar en nuestros días, no existe en filosofía una teoría general del reconocimiento que abarque sus múltiples aspectos. El libro de Ricoeur se propone a la vez indicar el camino por el cual podría llenarse ese hueco y mostrar las dificultades que a ello se oponen, considerando la heterogeneidad de tendencias que se concentran alrededor de este problema.
Hasta el siglo XIX, el térmi
no "reconocimiento" no gozaba de independencia semántica en el léxico filosófico: no significaba nada distinto de "conocimiento", y como mucho indicaba un matiz de desdoblamiento identificatorio del sujeto del saber, una especie de garantía y reaseguramiento de la certeza cartesiana. Curiosamente, el pensamiento de Kant, tantas veces concebido como culminación de esa concepción "cartesiana", abrió otra línea que acabaría liquidando esa manera de entender la filosofía: gracias a Schopenhauer, Kierkegaard, Freud o Nietzsche en los umbrales del siglo XX, y luego a Heidegger y los existencialismos, hasta llegar a Foucault, el reconocimiento se irá transformando en un descubrimiento de "sí mismo" que ya no puede reducirse a conciencia representativa y transparente de un sujeto en relación a su objeto. La intimidad ha dejado de ser idéntica al yo cognoscente para revelarse como aquello que a cada cual se le escapa de igual modo que le desborda su propia existencia, su temporalidad, su cuerpo o su lenguaje; y esta herida en la que el yo se reconoce como un extraño atraviesa también el mundo, ahora diferido y fragmentado por la pluralidad y la contingencia. Añádase el hecho de que las últimas décadas del XX han reverdecido, primero, y coronado, después, un tercer sentido de "reconocimiento" que entró en filosofía por la puerta grande de la Fenomenología del espíritu, de Hegel, y que Emmanuel Lévinas llevó a su más alta expresión ética y metafísica: el reconocimiento del otro en su radical alteridad, no solamente en la medida en que no puede ser reducido a simple objeto de conocimiento o instrumento de acción, sino también porque excede a la "mismidad" del "sí mismo"; no hará falta insistir en el modo en que la "lucha por el reconocimiento" de las identidades menoscabadas o minoritarias se ha convertido en tema de nuestro tiempo. Esta triple armadura -del conocimiento del objeto al reconocimiento del sujeto y de éste al reconocimiento del otro- es la que desarrolla Ricoeur en este trabajo, que muestra la complejidad de las tradiciones involucradas en el concepto puesto a prueba en sus páginas, y la necesidad de mantener viva la relación "dialéctica" entre ellas pues es imposible aniquilar ninguna sin falsear el sentido -epistemológico, ético y estético- que para nosotros ha llegado a adquirir el reconocimiento.
Esta obra de Paul Ricoeur discurre por un triple hilo conductor que va del conocimiento del objeto al reconocimiento del sujeto y de éste al reconocimiento del otro. El filósofo parte de que no existe una teoría general del reconocimiento en sus múltiples aspectos
.
JOSÉ LUIS PARDO-BABELIA - 29-10-2005
CAMINOS DEL RECONOCIMIENTO
Paul Ricoeur
Traducción de A. Neira
Trotta. Madrid, 2005
276 páginas. 18 euros
En una larga serie de entrevistas autobiográficas, publicada bajo el título de Crítica y convicción (Síntesis, 2003), Paul Ricoeur revelaba su "método de composición": sus trabajos fueron cursos o seminarios en torno a un conjunto de obras y temas independientes antes de convertirse en libros, e incluso después de ello conservaron aquella relativa independencia y el punto de mira puesto más en los estudiantes que en "el público lector". De ahí el carácter de relativa "ruptura" que parece haber entre cada uno de sus textos, y de ahí también el hecho de que al pie de sus páginas se acumulen una serie de obras de referencia, cuya lectura se da por supuesta, pero a las cuales se dedica una atención muy desigual, habitualmente dejando en la sombra la posible conciliación entre perspectivas conflictivas o contradictorias. Si esto dificulta el acceso a sus últimas producciones para un lector neófito, no por ello elimina el interés de sus propuestas. En el caso de Caminos del reconocimiento, Ricoeur comienza llamando la atención sobre un hecho que causa sorpresa: a pesar de la preferencia de la que este asunto ha llegado a gozar en nuestros días, no existe en filosofía una teoría general del reconocimiento que abarque sus múltiples aspectos. El libro de Ricoeur se propone a la vez indicar el camino por el cual podría llenarse ese hueco y mostrar las dificultades que a ello se oponen, considerando la heterogeneidad de tendencias que se concentran alrededor de este problema.
Hasta el siglo XIX, el térmi
no "reconocimiento" no gozaba de independencia semántica en el léxico filosófico: no significaba nada distinto de "conocimiento", y como mucho indicaba un matiz de desdoblamiento identificatorio del sujeto del saber, una especie de garantía y reaseguramiento de la certeza cartesiana. Curiosamente, el pensamiento de Kant, tantas veces concebido como culminación de esa concepción "cartesiana", abrió otra línea que acabaría liquidando esa manera de entender la filosofía: gracias a Schopenhauer, Kierkegaard, Freud o Nietzsche en los umbrales del siglo XX, y luego a Heidegger y los existencialismos, hasta llegar a Foucault, el reconocimiento se irá transformando en un descubrimiento de "sí mismo" que ya no puede reducirse a conciencia representativa y transparente de un sujeto en relación a su objeto. La intimidad ha dejado de ser idéntica al yo cognoscente para revelarse como aquello que a cada cual se le escapa de igual modo que le desborda su propia existencia, su temporalidad, su cuerpo o su lenguaje; y esta herida en la que el yo se reconoce como un extraño atraviesa también el mundo, ahora diferido y fragmentado por la pluralidad y la contingencia. Añádase el hecho de que las últimas décadas del XX han reverdecido, primero, y coronado, después, un tercer sentido de "reconocimiento" que entró en filosofía por la puerta grande de la Fenomenología del espíritu, de Hegel, y que Emmanuel Lévinas llevó a su más alta expresión ética y metafísica: el reconocimiento del otro en su radical alteridad, no solamente en la medida en que no puede ser reducido a simple objeto de conocimiento o instrumento de acción, sino también porque excede a la "mismidad" del "sí mismo"; no hará falta insistir en el modo en que la "lucha por el reconocimiento" de las identidades menoscabadas o minoritarias se ha convertido en tema de nuestro tiempo. Esta triple armadura -del conocimiento del objeto al reconocimiento del sujeto y de éste al reconocimiento del otro- es la que desarrolla Ricoeur en este trabajo, que muestra la complejidad de las tradiciones involucradas en el concepto puesto a prueba en sus páginas, y la necesidad de mantener viva la relación "dialéctica" entre ellas pues es imposible aniquilar ninguna sin falsear el sentido -epistemológico, ético y estético- que para nosotros ha llegado a adquirir el reconocimiento.
Jeff Wall: el consuelo de la fotografía
Este fotógrafo canadiense es uno de los más inquietantes e influyentes artistas del medio. Sus trabajos, que parecen situarse entre los medios de comunicación y la creación plástica, son producto tanto de su profundo conocimiento de la historia del arte como de las teorías que lo sustentan. La Tate Modern de Londres le dedica una amplia retrospectiva con más de cincuenta de sus piezas más importantes.
ÁNGELA MOLINA-BABELIA - 12-11-2005
JEFF WALL
'Photographs, 1978-2004'
Tate Modern
Millbank. Londres
Comisaria: Sheena Wagstaff Hasta el 8 de enero de 2006
Una de las características más palpables del trabajo de Wall es la preparación minuciosa de los escenarios y los actores
En las tres últimas décadas, pocos artistas han contribuido a aportar algo más que validez social a la fotografía (de ella se requiere que presente una nueva propuesta de la imagen) cuando buscaban responder exactamente a las exigencias de la deconstrucción moderna de la pintura y el cine. Sólo entre esos pocos, Jeff Wall ha sido capaz de soportar la compañía de Cindy Sherman, Jean-Marc Bustamante, Graigie Horsfield, Suzanne Lafont y John Coplans. Como artista, Wall (Vancouver, 1946) ha sido y es el más influyente, y como teórico, sus escritos le han situado entre los pensadores renombrados en el ámbito de la teoría cultural, con Victor Burgin, Dan Graham o Christopher Phillips. Su trabajo es el de un creador perfeccionado a partir, como él mismo reconoce, de "la confusión existente en la historia del arte".
Hasta finales de los años setenta, Wall se había dedicado a obtener el posgrado de su disciplina en el Courtauld Institute de Londres sobre la historia social del arte. Pero lo que más contribuyó a su retorno a la obra de estudio fue el valor que los llamados cultural studies habían otorgado a los temas de la pintura francesa del periodo inmediatamente anterior, desde Courbet hasta el posimpresionismo. De hecho, es difícil encontrar un autor contemporáneo que haya aceptado el reto lanzado por dos monumentos pictóricos, La muerte de Sardanápalo y La barra del Folies-Bergère. Las obras de Delacroix y Manet le sirvieron para empezar a jugar con una iconografía, que, pensaba Wall, podía ser trasladada al entorno fragmentado del flâneur actual. Enmarcadas en grandes cajas de transparencias retroiluminadas, el fotógrafo canadiense comenzó a construir sus imágenes a partir de lo que él llamó una "academia interior" siguiendo un programa de "pintura de la vida moderna" (tal como lo enunció Baudelaire), como los pintores de historia formados en las academias seguían programas iconográficos fijados por textos canónicos. Situado entre las bellas artes y los medios de comunicación, Jeff Wall se descubre como un pintor de lo prosaico que se opone al propio medio, pues la ley básica de su trabajo es la del director artístico de una película que sólo quiere exponer un procedimiento.
Tras su paso por el Schaulager
de Basilea, el pasado verano, la retrospectiva de Jeff Wall se presenta ahora en la Tate Modern, con un trabajo que ha proporcionado uno de los grandes consuelos a la fotografía actual: su capacidad para reinventar el arte moderno. Picture for women y The destroyed room, de 1979, son las dos obras referidas de Manet y Delacroix e interpretan para el espectador una atroz, pero también conmovedora, diagnosis de nuestra modernidad. La primera fotografía muestra en un tríptico las figuras del artista y su modelo, y en el punto de fuga, y a modo de ojo pantocrático, el objetivo fotográfico. La línea de bombillas desnudas en el estudio recuerdan las lámparas globulares de Manet, de la misma manera que los marcos de las ventanas aluden al efecto ilusionista de La barra, o el espejo detrás de la modelo permite el juego de la óptica de ver y ser vista. En La habitación destruida, Wall construye una alegoría del fracaso del individuo contemporáneo: la imagen descubre un panel iluminado fijado a un escaparate al nivel de la calle de una galería de Vancouver, es la desolación inesperada donde debía haber sólo una ilusión momentánea y tranquilizadora. La mitología descarnada y violenta que representa la pintura de Delacroix se resume en una estudiada abstracción que contiene todo el spleen baudeleriano, parecido al que Wall retrató en una de sus mejores piezas, la titulada No (1983), que muestra el "encuentro" en la calle de un hombre de negocios y una prostituta y que algunos teóricos, como Thomas Crow, han querido ver como el trasunto del cuadro de Gustave Caillebote, Le pont d'Europe, una escena típica de la expansión capitalista decimonónica en un puente de hierro que soporta las vías férreas que salen de la estación de Saint-Lazare.
Retratar el pintoresquismo del terrain vague de las grandes ciudades le permitió a Wall reconstruir la humanidad suburbana de su entorno, mostrar su preocupación por la invisibilidad social de tantas madres sin recursos económicos (Diatribe, 1985) o hacer visibles los espacios construidos por los vagabundos (Forest, Night, 2001). En Octopus (1990), Sun flower (1995) o Diagonal composition (1993), no hay narrativa cinematográfica, son imágenes encontradas por azar y documentadas por el artista con el fin de revelar al espectador las cualidades reales en la poética de lo cotidiano. Volunteer (1996), su primera gran fotografía en blanco y negro hecha con sentido cinematográfico, fue concebida en una cámara oscura que el artista tardó diez años en crear dentro de su propio estudio.
Una de las características más palpables del trabajo de Wall es la preparación minuciosa de los escenarios y los actores. En Dead troops talk (A vision after an ambush of a Red Army patrol, near Mogor, Afganistán, winter, 1986), 1992, el artista compone una magnífica pirámide de destrucción, una alegoría sobre el final de la guerra fría que funciona como equivalente posmoderno de La balsa de la medusa. En este trabajo utiliza las técnicas digitales, lo mismo que en Restoration (1993) y en A sudden gust of wind (after Hokusai), 1993, inspirada en el grabado del autor japonés, para cuyo montaje Wall usó más de cien fotografías para dar un efecto de movimiento a las hojas arrastradas por el viento.
En A ventriloquist at a birthday party in october 1947 (1990), una de sus obras más difundidas, contemplamos el interior de una casa típica de los años cuarenta; la vestimenta y el peinado de los personajes que integran la fiesta han sido rigurosamente estudiados, el ventrílocuo ha sido entrenado por el propio artista; la imagen funciona como la recreación de una época en la que la televisión americana entretenía al público con espectáculos de magia y cuentacuentos. Morning cleaning, Mies van der Rohe Foundation, Barcelona (1999), After invisible man, by Ralph Ellison (1999) y A view from an apartement (2004) resumen las intenciones últimas de un artista cada vez más alejado del cine y más contaminado por lo literario. Puede que Wall haya descubierto que las "señales de indiferencia" de la fotografía actual han perdido su capacidad de acercarse al gran simulacro que es hoy nuestra vida moderna y se resigne a ver en la literatura el único medio capaz de reconocer la realidad entre sus disfraces. Un consuelo.
Este fotógrafo canadiense es uno de los más inquietantes e influyentes artistas del medio. Sus trabajos, que parecen situarse entre los medios de comunicación y la creación plástica, son producto tanto de su profundo conocimiento de la historia del arte como de las teorías que lo sustentan. La Tate Modern de Londres le dedica una amplia retrospectiva con más de cincuenta de sus piezas más importantes.
ÁNGELA MOLINA-BABELIA - 12-11-2005
JEFF WALL
'Photographs, 1978-2004'
Tate Modern
Millbank. Londres
Comisaria: Sheena Wagstaff Hasta el 8 de enero de 2006
Una de las características más palpables del trabajo de Wall es la preparación minuciosa de los escenarios y los actores
En las tres últimas décadas, pocos artistas han contribuido a aportar algo más que validez social a la fotografía (de ella se requiere que presente una nueva propuesta de la imagen) cuando buscaban responder exactamente a las exigencias de la deconstrucción moderna de la pintura y el cine. Sólo entre esos pocos, Jeff Wall ha sido capaz de soportar la compañía de Cindy Sherman, Jean-Marc Bustamante, Graigie Horsfield, Suzanne Lafont y John Coplans. Como artista, Wall (Vancouver, 1946) ha sido y es el más influyente, y como teórico, sus escritos le han situado entre los pensadores renombrados en el ámbito de la teoría cultural, con Victor Burgin, Dan Graham o Christopher Phillips. Su trabajo es el de un creador perfeccionado a partir, como él mismo reconoce, de "la confusión existente en la historia del arte".
Hasta finales de los años setenta, Wall se había dedicado a obtener el posgrado de su disciplina en el Courtauld Institute de Londres sobre la historia social del arte. Pero lo que más contribuyó a su retorno a la obra de estudio fue el valor que los llamados cultural studies habían otorgado a los temas de la pintura francesa del periodo inmediatamente anterior, desde Courbet hasta el posimpresionismo. De hecho, es difícil encontrar un autor contemporáneo que haya aceptado el reto lanzado por dos monumentos pictóricos, La muerte de Sardanápalo y La barra del Folies-Bergère. Las obras de Delacroix y Manet le sirvieron para empezar a jugar con una iconografía, que, pensaba Wall, podía ser trasladada al entorno fragmentado del flâneur actual. Enmarcadas en grandes cajas de transparencias retroiluminadas, el fotógrafo canadiense comenzó a construir sus imágenes a partir de lo que él llamó una "academia interior" siguiendo un programa de "pintura de la vida moderna" (tal como lo enunció Baudelaire), como los pintores de historia formados en las academias seguían programas iconográficos fijados por textos canónicos. Situado entre las bellas artes y los medios de comunicación, Jeff Wall se descubre como un pintor de lo prosaico que se opone al propio medio, pues la ley básica de su trabajo es la del director artístico de una película que sólo quiere exponer un procedimiento.
Tras su paso por el Schaulager
de Basilea, el pasado verano, la retrospectiva de Jeff Wall se presenta ahora en la Tate Modern, con un trabajo que ha proporcionado uno de los grandes consuelos a la fotografía actual: su capacidad para reinventar el arte moderno. Picture for women y The destroyed room, de 1979, son las dos obras referidas de Manet y Delacroix e interpretan para el espectador una atroz, pero también conmovedora, diagnosis de nuestra modernidad. La primera fotografía muestra en un tríptico las figuras del artista y su modelo, y en el punto de fuga, y a modo de ojo pantocrático, el objetivo fotográfico. La línea de bombillas desnudas en el estudio recuerdan las lámparas globulares de Manet, de la misma manera que los marcos de las ventanas aluden al efecto ilusionista de La barra, o el espejo detrás de la modelo permite el juego de la óptica de ver y ser vista. En La habitación destruida, Wall construye una alegoría del fracaso del individuo contemporáneo: la imagen descubre un panel iluminado fijado a un escaparate al nivel de la calle de una galería de Vancouver, es la desolación inesperada donde debía haber sólo una ilusión momentánea y tranquilizadora. La mitología descarnada y violenta que representa la pintura de Delacroix se resume en una estudiada abstracción que contiene todo el spleen baudeleriano, parecido al que Wall retrató en una de sus mejores piezas, la titulada No (1983), que muestra el "encuentro" en la calle de un hombre de negocios y una prostituta y que algunos teóricos, como Thomas Crow, han querido ver como el trasunto del cuadro de Gustave Caillebote, Le pont d'Europe, una escena típica de la expansión capitalista decimonónica en un puente de hierro que soporta las vías férreas que salen de la estación de Saint-Lazare.
Retratar el pintoresquismo del terrain vague de las grandes ciudades le permitió a Wall reconstruir la humanidad suburbana de su entorno, mostrar su preocupación por la invisibilidad social de tantas madres sin recursos económicos (Diatribe, 1985) o hacer visibles los espacios construidos por los vagabundos (Forest, Night, 2001). En Octopus (1990), Sun flower (1995) o Diagonal composition (1993), no hay narrativa cinematográfica, son imágenes encontradas por azar y documentadas por el artista con el fin de revelar al espectador las cualidades reales en la poética de lo cotidiano. Volunteer (1996), su primera gran fotografía en blanco y negro hecha con sentido cinematográfico, fue concebida en una cámara oscura que el artista tardó diez años en crear dentro de su propio estudio.
Una de las características más palpables del trabajo de Wall es la preparación minuciosa de los escenarios y los actores. En Dead troops talk (A vision after an ambush of a Red Army patrol, near Mogor, Afganistán, winter, 1986), 1992, el artista compone una magnífica pirámide de destrucción, una alegoría sobre el final de la guerra fría que funciona como equivalente posmoderno de La balsa de la medusa. En este trabajo utiliza las técnicas digitales, lo mismo que en Restoration (1993) y en A sudden gust of wind (after Hokusai), 1993, inspirada en el grabado del autor japonés, para cuyo montaje Wall usó más de cien fotografías para dar un efecto de movimiento a las hojas arrastradas por el viento.
En A ventriloquist at a birthday party in october 1947 (1990), una de sus obras más difundidas, contemplamos el interior de una casa típica de los años cuarenta; la vestimenta y el peinado de los personajes que integran la fiesta han sido rigurosamente estudiados, el ventrílocuo ha sido entrenado por el propio artista; la imagen funciona como la recreación de una época en la que la televisión americana entretenía al público con espectáculos de magia y cuentacuentos. Morning cleaning, Mies van der Rohe Foundation, Barcelona (1999), After invisible man, by Ralph Ellison (1999) y A view from an apartement (2004) resumen las intenciones últimas de un artista cada vez más alejado del cine y más contaminado por lo literario. Puede que Wall haya descubierto que las "señales de indiferencia" de la fotografía actual han perdido su capacidad de acercarse al gran simulacro que es hoy nuestra vida moderna y se resigne a ver en la literatura el único medio capaz de reconocer la realidad entre sus disfraces. Un consuelo.
La inquebrantable ingenuidad
Admirado por los más importantes escritores y pensadores de la época, Walser vivió una permanente "lucha con la existencia" y padeció problemas psicológicos. Su autoexilio de la literatura y su compromiso con la vida, la belleza, la creación artística, el comportamiento humano o la discreción lo confirman como una referencia.
FRANCISCO SOLANO-BABELIA - 19-11-2005
Robert Walser nació en Biel (Suiza) el 15 de abril de 1878 y murió, caído sobre la nieve, el día de Navidad de 1956. Su vida, semejante a la de sus personajes, fue inquieta y errática, siempre escapando a cualquier forma de duración o permanencia. A los 14 años abandonó los estudios y ejerció los más diversos oficios: fue empleado de banca, secretario, archivero; incluso sirvió de criado en un castillo de Silesia. Walser despreciaba los ideales de prosperidad, aborrecía el éxito, era incapaz de someterse a ningún tipo de rutina o atadura. Vivió siempre, de un lugar a otro, sin domicilio fijo, con graves problemas económicos. A partir de 1925 empieza a sufrir trastornos nerviosos y alucinaciones auditivas; se embriaga y tiene periodos de enorme agresividad. Su hermana Lisa, la única ayuda constante que recibió, le recomienda que ingrese en un sanatorio psiquiátrico.
Canetti ha escrito sobre Wal
ser: "Su experiencia con la 'lucha por la existencia' le lleva a la única esfera en que esa lucha no existe, al manicomio, el monasterio de la época moderna". Ingresa, probablemente con alivio, en el manicomio de Waldau, de donde será transferido, en 1933, al sanatorio de Herisau. Allí permanecerá, silencioso y olvidado, hasta su muerte. A semejanza de su admirado Hölderlin, Walser enmudece en vida. Sus libros habían despertado el entusiasmo de algunos escritores: Kafka (que lo leía en voz alta a sus amigos), Christian Morgensten, Robert Musil, Walter Benjamin, pero no habían encontrado su público. El editor Karl Seelig, que lo visitó reiteradamente en su encierro y gestionó la reedición de sus obras, ha contado en su imprescindible Paseos con Robert Walser (Siruela, 2000) que consideraba que "el único suelo en el que el poeta puede producir es el de la libertad". Seelig había ayudado a otros escritores y le propuso esa libertad, pero a la pregunta "¿volvería realmente a escribir?", Walser contestó: "Con esa pregunta sólo se puede hacer una cosa: no responderla".
Walser fue un maestro de la
prosa; en sus textos, las palabras son un fluido casi natural de su imaginación. Su estilo es siempre de aire libre, de vagabundeos y ensoñaciones. Cuando se demora en las descripciones las activa por dentro, dotándolas de vida propia, de movimiento. A veces se detiene y las descripciones adquieren la condición de personajes. A todo superpone un tono de indecisión, de duda aparente: "Pluma, si no me asistes, no sé cómo avanzar". En el fondo está advirtiendo que probablemente miente, que acaso el texto no sea más que una tentativa de fuga, un modo incluso reprobable de embozarse en las palabras. Walser devuelve a la escritura su propia suficiencia mientras él se consume escribiendo. De ahí que, en su mundo de renuncias, de propensión a la desaparición, incluso sea deseable prescindir de los artistas: "Es bueno que los hombres no tengan necesidad de artistas para ser gente artísticamente despierta y talentosa". Sus personajes están dotados de una rica disposición ante la belleza, quieren disfrutar de sí mismos, pero les horroriza tener éxito en la vida. Deambulan y dedican sus esfuerzos a buscar una habitación, un lugar donde convalecer. Nadie disfruta tanto de la vida, ha escrito Benjamin, como el convaleciente.
Walser es el más extraño de
los escritores, pero su extrañeza no es sombría. Lo asombroso, lo que resulta extraordinario en Walser es que vivía sus fantasías poéticas, como el resto de la humanidad vive sus ambiciones, o dicho de un modo más taxativo: nunca perdió la ingenuidad. Una ingenuidad que no tiene nada de ignorancia o de inconsciencia. Oskar Loerke, uno de los pocos críticos que saludó fervorosamente sus libros, logró una definición exacta del carácter de Walser: "Su ingenuidad es tan espontánea que después de ser destruida por la conciencia, se presenta tan segura e incólume como si fuera natural". Su existencia fue un compendio de incomprensión, penuria y dolor, pero en sus páginas no se halla ninguna queja. "La peculiaridad de Robert Walser como escritor", otra vez Canetti, "consiste en que nunca habla de motivaciones. Es el más oculto de todos los escritores. Siempre está bien, siempre está encantado con todo". Su obra rebosa de frases tan deslumbrantes como impredecibles. He aquí una que concentra, en su brevedad, su manera de sentir: "En el asunto del amor, todo fracaso es casi una dicha". Aunque escasos y dispersos, no hay ningún lector de Walser que, bajo los efectos de su estilo, que actúa como una música, no se sienta reconfortado y tal vez mejor persona. Leer a Walser nos libera de embrollos éticos y nos limpia de mezquindad. Vila-Matas, en su Doctor Pasavento, lo convierte en héroe moral por su "afán de librarse de la conciencia, de Dios, del pensamiento, de él mismo". Walser se mimetiza para no ser descubierto, no compite por ningún puesto social, se desentiende de la maquinaria que engarza al individuo con el poder. En La rosa, el último libro que publicó en vida, asoma esta insinuación: "Alabar parece francamente trivial". Así pues, escribir con entusiasmo sobre Robert Walser podría resultar incluso ofensivo.
Bibliografía de Robert Walser Vida de poeta (Alfaguara, 1990). El paseo (Siruela, 1996). Poemas. Blancanieves (Icaria, 1997). La rosa (Siruela, 1998). Los cuadernos de Fritz Kocher (Pre-Textos, 1998). Los hermanos Tanner (Siruela, 2000). El ayudante (Siruela, 2001). Jacob von Gunten (Siruela, 2003). Historias de amor (Siruela, 2003). El bandido (Siruela, 2004). La habitación del poeta (Siruela, 2005).
Admirado por los más importantes escritores y pensadores de la época, Walser vivió una permanente "lucha con la existencia" y padeció problemas psicológicos. Su autoexilio de la literatura y su compromiso con la vida, la belleza, la creación artística, el comportamiento humano o la discreción lo confirman como una referencia.
FRANCISCO SOLANO-BABELIA - 19-11-2005
Robert Walser nació en Biel (Suiza) el 15 de abril de 1878 y murió, caído sobre la nieve, el día de Navidad de 1956. Su vida, semejante a la de sus personajes, fue inquieta y errática, siempre escapando a cualquier forma de duración o permanencia. A los 14 años abandonó los estudios y ejerció los más diversos oficios: fue empleado de banca, secretario, archivero; incluso sirvió de criado en un castillo de Silesia. Walser despreciaba los ideales de prosperidad, aborrecía el éxito, era incapaz de someterse a ningún tipo de rutina o atadura. Vivió siempre, de un lugar a otro, sin domicilio fijo, con graves problemas económicos. A partir de 1925 empieza a sufrir trastornos nerviosos y alucinaciones auditivas; se embriaga y tiene periodos de enorme agresividad. Su hermana Lisa, la única ayuda constante que recibió, le recomienda que ingrese en un sanatorio psiquiátrico.
Canetti ha escrito sobre Wal
ser: "Su experiencia con la 'lucha por la existencia' le lleva a la única esfera en que esa lucha no existe, al manicomio, el monasterio de la época moderna". Ingresa, probablemente con alivio, en el manicomio de Waldau, de donde será transferido, en 1933, al sanatorio de Herisau. Allí permanecerá, silencioso y olvidado, hasta su muerte. A semejanza de su admirado Hölderlin, Walser enmudece en vida. Sus libros habían despertado el entusiasmo de algunos escritores: Kafka (que lo leía en voz alta a sus amigos), Christian Morgensten, Robert Musil, Walter Benjamin, pero no habían encontrado su público. El editor Karl Seelig, que lo visitó reiteradamente en su encierro y gestionó la reedición de sus obras, ha contado en su imprescindible Paseos con Robert Walser (Siruela, 2000) que consideraba que "el único suelo en el que el poeta puede producir es el de la libertad". Seelig había ayudado a otros escritores y le propuso esa libertad, pero a la pregunta "¿volvería realmente a escribir?", Walser contestó: "Con esa pregunta sólo se puede hacer una cosa: no responderla".
Walser fue un maestro de la
prosa; en sus textos, las palabras son un fluido casi natural de su imaginación. Su estilo es siempre de aire libre, de vagabundeos y ensoñaciones. Cuando se demora en las descripciones las activa por dentro, dotándolas de vida propia, de movimiento. A veces se detiene y las descripciones adquieren la condición de personajes. A todo superpone un tono de indecisión, de duda aparente: "Pluma, si no me asistes, no sé cómo avanzar". En el fondo está advirtiendo que probablemente miente, que acaso el texto no sea más que una tentativa de fuga, un modo incluso reprobable de embozarse en las palabras. Walser devuelve a la escritura su propia suficiencia mientras él se consume escribiendo. De ahí que, en su mundo de renuncias, de propensión a la desaparición, incluso sea deseable prescindir de los artistas: "Es bueno que los hombres no tengan necesidad de artistas para ser gente artísticamente despierta y talentosa". Sus personajes están dotados de una rica disposición ante la belleza, quieren disfrutar de sí mismos, pero les horroriza tener éxito en la vida. Deambulan y dedican sus esfuerzos a buscar una habitación, un lugar donde convalecer. Nadie disfruta tanto de la vida, ha escrito Benjamin, como el convaleciente.
Walser es el más extraño de
los escritores, pero su extrañeza no es sombría. Lo asombroso, lo que resulta extraordinario en Walser es que vivía sus fantasías poéticas, como el resto de la humanidad vive sus ambiciones, o dicho de un modo más taxativo: nunca perdió la ingenuidad. Una ingenuidad que no tiene nada de ignorancia o de inconsciencia. Oskar Loerke, uno de los pocos críticos que saludó fervorosamente sus libros, logró una definición exacta del carácter de Walser: "Su ingenuidad es tan espontánea que después de ser destruida por la conciencia, se presenta tan segura e incólume como si fuera natural". Su existencia fue un compendio de incomprensión, penuria y dolor, pero en sus páginas no se halla ninguna queja. "La peculiaridad de Robert Walser como escritor", otra vez Canetti, "consiste en que nunca habla de motivaciones. Es el más oculto de todos los escritores. Siempre está bien, siempre está encantado con todo". Su obra rebosa de frases tan deslumbrantes como impredecibles. He aquí una que concentra, en su brevedad, su manera de sentir: "En el asunto del amor, todo fracaso es casi una dicha". Aunque escasos y dispersos, no hay ningún lector de Walser que, bajo los efectos de su estilo, que actúa como una música, no se sienta reconfortado y tal vez mejor persona. Leer a Walser nos libera de embrollos éticos y nos limpia de mezquindad. Vila-Matas, en su Doctor Pasavento, lo convierte en héroe moral por su "afán de librarse de la conciencia, de Dios, del pensamiento, de él mismo". Walser se mimetiza para no ser descubierto, no compite por ningún puesto social, se desentiende de la maquinaria que engarza al individuo con el poder. En La rosa, el último libro que publicó en vida, asoma esta insinuación: "Alabar parece francamente trivial". Así pues, escribir con entusiasmo sobre Robert Walser podría resultar incluso ofensivo.
Bibliografía de Robert Walser Vida de poeta (Alfaguara, 1990). El paseo (Siruela, 1996). Poemas. Blancanieves (Icaria, 1997). La rosa (Siruela, 1998). Los cuadernos de Fritz Kocher (Pre-Textos, 1998). Los hermanos Tanner (Siruela, 2000). El ayudante (Siruela, 2001). Jacob von Gunten (Siruela, 2003). Historias de amor (Siruela, 2003). El bandido (Siruela, 2004). La habitación del poeta (Siruela, 2005).
El desciframiento
C. D.BABELIA - 19-11-2005
UN AÑO después de la muerte, en 1956, de Robert Walser, su albacea Carl Seelig publicó en una revista el facsímil de una de las 526 hojas que la hermana de Walser le había entregado en una caja de zapatos. Walser había escrito ésta y otras hojas entre 1924 y 1933, la mayoría antes de su reclusión psiquiátrica, y algunas ya ingresado en el sanatorio de Waldau; ninguna, sin embargo, a partir de su traslado forzoso al manicomio de Herisau, donde permaneció los últimos 24 años de su vida. Seelig consideró "una escritura secreta indescifrable" lo que Walser había escrito a lápiz sobre un soporte de tamaño y calidad diversos. A pesar de que se le advirtió de que se trataba de una variante -personalizada y abreviada pero inteligible- de la escritura Sütterlin, negó rotundamente el acceso a los misteriosos escritos. Para mantener "el círculo de desconocimiento" alrededor del escritor, dispuso en su testamento que todos los manuscritos de Walser fueran destruidos, disposición que por suerte no se atendió.
Los microgramas contienen gran cantidad de poemas, prosas y textos dramáticos desconocidos y han ampliado de forma significativa el conjunto de la obra. Durante casi dos décadas los germanistas Bernhard Echte y Werner Morlang se dedicaron al desciframiento sistemático del conjunto de estos bellamente compuestos prodigios caligráficos, bastante más tiempo que el propio Walser empleó en su redacción. El resultado del titánico esfuerzo es una verdadera proeza de la filología en cuanto a contenido y presentación editorial. La edición española -que constituye la primera traducción completa a otro idioma- está a todas luces a la altura del rigor del original. Va acompañada de un epílogo y comentarios editoriales ejemplares, aparte de incorporar nuevas palabras respecto a la edición alemana. Destaca singularmente el trabajo del traductor Juan de Sola, tanto por su acertada y tersa versión como por las pertinentes notas al texto.
C. D.BABELIA - 19-11-2005
UN AÑO después de la muerte, en 1956, de Robert Walser, su albacea Carl Seelig publicó en una revista el facsímil de una de las 526 hojas que la hermana de Walser le había entregado en una caja de zapatos. Walser había escrito ésta y otras hojas entre 1924 y 1933, la mayoría antes de su reclusión psiquiátrica, y algunas ya ingresado en el sanatorio de Waldau; ninguna, sin embargo, a partir de su traslado forzoso al manicomio de Herisau, donde permaneció los últimos 24 años de su vida. Seelig consideró "una escritura secreta indescifrable" lo que Walser había escrito a lápiz sobre un soporte de tamaño y calidad diversos. A pesar de que se le advirtió de que se trataba de una variante -personalizada y abreviada pero inteligible- de la escritura Sütterlin, negó rotundamente el acceso a los misteriosos escritos. Para mantener "el círculo de desconocimiento" alrededor del escritor, dispuso en su testamento que todos los manuscritos de Walser fueran destruidos, disposición que por suerte no se atendió.
Los microgramas contienen gran cantidad de poemas, prosas y textos dramáticos desconocidos y han ampliado de forma significativa el conjunto de la obra. Durante casi dos décadas los germanistas Bernhard Echte y Werner Morlang se dedicaron al desciframiento sistemático del conjunto de estos bellamente compuestos prodigios caligráficos, bastante más tiempo que el propio Walser empleó en su redacción. El resultado del titánico esfuerzo es una verdadera proeza de la filología en cuanto a contenido y presentación editorial. La edición española -que constituye la primera traducción completa a otro idioma- está a todas luces a la altura del rigor del original. Va acompañada de un epílogo y comentarios editoriales ejemplares, aparte de incorporar nuevas palabras respecto a la edición alemana. Destaca singularmente el trabajo del traductor Juan de Sola, tanto por su acertada y tersa versión como por las pertinentes notas al texto.
Lapicerías geniales
Quince años tardaron en descifrarse aquellas hojas de letra minúscula escritas por Robert Walser que tanto intrigaron a los especialistas. Este volumen recoge los primeros años de esos microgramas que muestran el real yo walseriano personal y literario.
CECILIA DREY MÜLLER-BABELIA - 19-11-2005
ESCRITO A LÁPIZ. MICROGRAMAS I (1924-1925)
Robert Walser
Edición de Bernhard Echte
y Werner Morlang
Traducción de Juan
de Sola Llovet
Madrid. Siruela, 2005
338 páginas. 16,90 euros
En una carta de 1927, Robert Walser mencionó haber padecido tiempo atrás un "tedio de la pluma" que le indujo a cambiar de material de escritura y servirse del lápiz y de todo tipo de papel: hojas de calendario, avisos de cobro, sobres, galeradas, recibos, incluso el margen de los periódicos. Los modestos utensilios de trabajo, especialmente el hecho de no usar hojas en blanco, libraron al escritor suizo de su bloqueo. Walser, que había escrito Los hermanos Tanner en seis semanas, sin apenas retocar el manuscrito, autoengañó el "colapso de mano" realizando esbozos que posteriormente reelaboraba y copiaba a pluma. Posiblemente utilizó este procedimiento desde 1917, pero no se conservan bocetos de esa época. A partir de 1924 se guardaron y así los recoge, por orden cronológico, la presente edición, concebida en tres tomos. A la curiosidad del material y del origen de los bocetos se suma la fascinación de su caligrafía: fueron redactados en una escritura hoy en desuso y en una letra diminuta, cuyo tamaño concuerda, ciertamente, con la proverbial humildad de su autor y su ideal de escritor invisible.
Así que los llamados "microgramas" no corresponden a garabatos enigmáticos de un enajenado grafómano, ni representan una derivación de la "enfermedad mental" del poeta, como presumía el amigo y albacea de Walser, Carl Seelig, sino que constituían el bloc de notas del escritor. Gracias a ellos se conoce la novela extraviada El bandido y las escenas dramáticas de Félix (editadas por separado). Walser apuntó en ellos ideas chistosas, observaciones del momento, la primera versión de poemas y relatos breves; pero ¡qué primeras versiones! Con la edición de los microgramas, se abre ahora el taller del escritor -su "almacén de lenguas y laboratorio lingüístico"- y nos permite comprobar la asombrosa plenitud creadora de Walser. Sus "lapicerías", de las que empleó menos de la mitad para la publicación, están en su mayoría tan magníficamente redactadas que no se distinguen de los textos corregidos. El propio Walser no tardó en revelar el secreto de tamaña excelencia: "Por lo general, antes de ponerme a escribir, me enfundo primero una bata de prosas breves". Si bien la mayor parte del conjunto no fue destinado a la publicación, posee una enorme fuerza narrativa, manifiesta desde sus mismos títulos: "Al suave viento del este, colgado de la robusta rama de un roble, un gran duque que se había ahorcado agitaba los pies luchando por abandonar el reino de la absoluta certidumbre".
Precisamente por su carácter
fragmentario, de almacén literario, en los microgramas se encuentra el Walser de todos los registros y géneros, en pleno ejercicio paradójico: el lírico de la calle, el intelectual bufonesco, el irreverente compasivo, el introvertido enamorado de la vida. Uno de los grandes atractivos del libro es que se puede abrir al azar y toparse con una multiplicidad de facetas de un autor convertido en personaje que se prodiga en parodias folletinescas, retratos de tipos observados en calles y tabernas o diálogos con figuras literarias. Estos textos póstumos tratan, sobre todo, y en ello estriba su mayor interés, del autor que se contempla en el espejo de la escritura. Escrito a lápiz es un libro eminentemente autorreferencial, donde el yo walseriano reflexiona -con escepticismo y autoironía- sobre lo que está haciendo mientras escribe: "¿No parecerán estas líneas escritas por una camarera? Sin duda alguna me saldrá una de esas novelas tremendamente fútiles en las que soy un gran especialista". Walser confirma aquí su condición de "tenedor de ocurrencias", "el que siempre tiene una risa a punto, el estupendo", cuyo espíritu lúdico es la marca específica de su modernidad. Su alegría, su saltarina comicidad, embelesan tanto como su agudeza psicológica y su finura expresiva. No hay mayor felicidad que abrir una página y dejarse llevar: "Oh, era una vida serena, delicada, profusamente adornada con hepáticas, en esa región verde y silenciosa, en medio de la provincia, con sus horizontes en cierto modo refrescantes, que todo lo ponderan".
Quince años tardaron en descifrarse aquellas hojas de letra minúscula escritas por Robert Walser que tanto intrigaron a los especialistas. Este volumen recoge los primeros años de esos microgramas que muestran el real yo walseriano personal y literario.
CECILIA DREY MÜLLER-BABELIA - 19-11-2005
ESCRITO A LÁPIZ. MICROGRAMAS I (1924-1925)
Robert Walser
Edición de Bernhard Echte
y Werner Morlang
Traducción de Juan
de Sola Llovet
Madrid. Siruela, 2005
338 páginas. 16,90 euros
En una carta de 1927, Robert Walser mencionó haber padecido tiempo atrás un "tedio de la pluma" que le indujo a cambiar de material de escritura y servirse del lápiz y de todo tipo de papel: hojas de calendario, avisos de cobro, sobres, galeradas, recibos, incluso el margen de los periódicos. Los modestos utensilios de trabajo, especialmente el hecho de no usar hojas en blanco, libraron al escritor suizo de su bloqueo. Walser, que había escrito Los hermanos Tanner en seis semanas, sin apenas retocar el manuscrito, autoengañó el "colapso de mano" realizando esbozos que posteriormente reelaboraba y copiaba a pluma. Posiblemente utilizó este procedimiento desde 1917, pero no se conservan bocetos de esa época. A partir de 1924 se guardaron y así los recoge, por orden cronológico, la presente edición, concebida en tres tomos. A la curiosidad del material y del origen de los bocetos se suma la fascinación de su caligrafía: fueron redactados en una escritura hoy en desuso y en una letra diminuta, cuyo tamaño concuerda, ciertamente, con la proverbial humildad de su autor y su ideal de escritor invisible.
Así que los llamados "microgramas" no corresponden a garabatos enigmáticos de un enajenado grafómano, ni representan una derivación de la "enfermedad mental" del poeta, como presumía el amigo y albacea de Walser, Carl Seelig, sino que constituían el bloc de notas del escritor. Gracias a ellos se conoce la novela extraviada El bandido y las escenas dramáticas de Félix (editadas por separado). Walser apuntó en ellos ideas chistosas, observaciones del momento, la primera versión de poemas y relatos breves; pero ¡qué primeras versiones! Con la edición de los microgramas, se abre ahora el taller del escritor -su "almacén de lenguas y laboratorio lingüístico"- y nos permite comprobar la asombrosa plenitud creadora de Walser. Sus "lapicerías", de las que empleó menos de la mitad para la publicación, están en su mayoría tan magníficamente redactadas que no se distinguen de los textos corregidos. El propio Walser no tardó en revelar el secreto de tamaña excelencia: "Por lo general, antes de ponerme a escribir, me enfundo primero una bata de prosas breves". Si bien la mayor parte del conjunto no fue destinado a la publicación, posee una enorme fuerza narrativa, manifiesta desde sus mismos títulos: "Al suave viento del este, colgado de la robusta rama de un roble, un gran duque que se había ahorcado agitaba los pies luchando por abandonar el reino de la absoluta certidumbre".
Precisamente por su carácter
fragmentario, de almacén literario, en los microgramas se encuentra el Walser de todos los registros y géneros, en pleno ejercicio paradójico: el lírico de la calle, el intelectual bufonesco, el irreverente compasivo, el introvertido enamorado de la vida. Uno de los grandes atractivos del libro es que se puede abrir al azar y toparse con una multiplicidad de facetas de un autor convertido en personaje que se prodiga en parodias folletinescas, retratos de tipos observados en calles y tabernas o diálogos con figuras literarias. Estos textos póstumos tratan, sobre todo, y en ello estriba su mayor interés, del autor que se contempla en el espejo de la escritura. Escrito a lápiz es un libro eminentemente autorreferencial, donde el yo walseriano reflexiona -con escepticismo y autoironía- sobre lo que está haciendo mientras escribe: "¿No parecerán estas líneas escritas por una camarera? Sin duda alguna me saldrá una de esas novelas tremendamente fútiles en las que soy un gran especialista". Walser confirma aquí su condición de "tenedor de ocurrencias", "el que siempre tiene una risa a punto, el estupendo", cuyo espíritu lúdico es la marca específica de su modernidad. Su alegría, su saltarina comicidad, embelesan tanto como su agudeza psicológica y su finura expresiva. No hay mayor felicidad que abrir una página y dejarse llevar: "Oh, era una vida serena, delicada, profusamente adornada con hepáticas, en esa región verde y silenciosa, en medio de la provincia, con sus horizontes en cierto modo refrescantes, que todo lo ponderan".
Mi colección de momentos
¿Qué es lo que realmente le importa a un autor? A Lobo Antunes, desde luego, no le interesan nada la mesa donde escribe o su casa. Le importan los cuervos de Ucrania sobre los campos de maíz, un borracho cantando solo, el olor del césped mojado al atardecer o una mujer que guarda en su rostro una belleza irrecuperable. Imágenes y sensaciones que lo han ayudado a entender quién es y lo han inspirado en su escritura.
António Lobo Antunes-BABELIA - 19-11-2005
Tendrían que poder guardarse estos momentos en el banco para que rindan intereses
No me gusta escribir en lugares confortables ni con bonitas vistas desde la ventana: es en una silla dura, frente a la pared, donde doy el do de pecho. Me complace trabajar en cocinas, desvanes, habitaciones de hotel con mesas inestables y los grabados más feos posible: me da igual el lugar siempre que no sea agradable. Durante años escribí sobre un tablero de mármol rajado, ahora lo hago sobre un tablero de cristal, gracias a Dios no siempre limpio, en un espacio helado en invierno y lleno de corrientes de aire en verano: hasta hoy he conseguido burlar la neumonía. Tampoco me quita el sueño dónde vivo, ni qué como, ni qué ropa me pongo. ¿Qué me importa entonces? Así de sopetón me importó cuando el tren en que iba, en Alemania, paró por la noche en una pequeña estación desierta y oí, en medio de la lluvia, un clarinete que sonaba en una casa invisible: me pareció que de repente entendía la vida y el mundo. ¿Qué música sería aquélla, casi sin nexo, transida entre las copas de los árboles, explicándome a mí mismo? O no música: más bien un hilillo de sonido. Aún debe de estar, cerca de Dortmund, siempre que un tren se queda por allí a la espera, en invierno, y la lluvia aumenta la sombra de los abetos. Me importan los cuervos de Ucrania sobre los campos de maíz. Un niño descalzo, con dos caballos cojos, entrevisto cerca de una iglesia antigua, en Rumania, bajando por una colina camino de un riachuelo: de vez en cuando uno de los caballos lamía el cuello del niño. Un borracho de Kazajistán cantando solo, arrimado a un muro, y sus largas barbas. Una señora de edad en una terraza de París, en cuya cara permanecían olvidados, aquí y allá, fragmentos de una belleza irrecuperable, semejantes a los restos de carteles que van palideciendo y rasgándose hasta mucho tiempo después de las elecciones. Ciertos escaparates suburbanos que nos ofrecen muñecos de cerámica
(pastoras, perritos, Quijotes)
polvorientos y patéticos, alineados en una orfandad de abandono. Esos perros que se dejaron lejos y vuelven humildes, enflaquecidos, pasados muchos días, a la casa donde vivieron, deteniéndose en el patio sin atreverse a entrar. Un oso de peluche, medio vacío de relleno, incitándonos
-Abrázame
con el ojo de cristal que queda. Las caderas vanidosas, hacia un lado y hacia otro, de los barquitos anclados, tan femeninos en sus meneos de cintura y, cómo no, ciertas olas que no acaban nunca y no nos llevan con ellas. La poetisa argentina Alfonsina Storni, cansada de esperarlas, decidió entrar en el mar e ir a su encuentro: qué otro remedio tuvieron las olas más que quedarse con su gorra, con todo el resto, con los versos que no tuvo tiempo de componer: tal vez los meneos de uno de los barquitos son los suyos. Y podría continuar la lista de lo que me importa durante horas mencionando, claro está, la frase que siempre me conmovió, de Charlotte Brontë en agonía, apretando la mano de su marido:
-No me voy a morir, ¿verdad? Hemos sido tan felices...
o Columbano Bordalo Pinheiro, uno de mis pintores, asomando, por momentos, de la somnolencia final, sorprendido:
-¿Aún estoy vivo?
Cosas de éstas, amargas o alegres, que me han ayudado a entender lo que soy, cómo soy, quién soy, y me iluminan cuando escribo: me bastan como lámparas, y también permiten ver hacia dentro fondos de pozo, sótanos, baúles, el gramófono con bocina al que se le daba cuerda con una manivela acodada, se colocaba la aguja roma, de acero, en el disco rayado, y la voz de Caruso, entre zumbidos y chasquidos, balbuciendo La Bohème, mientras la tía Madalena, abajo, regaba el jardín. Jack Dempsey, boxeador milagroso, en una revista amarilla. Un busto de Chopin, roto. Un ejemplar sin tapa del diario de la escritora George Sand, informando en cierto momento, a propósito del también escritor Mérimée:
"Lo tuve esta noche. No es gran cosa..."
(En el original: "J'ai eu Mérimée ce soir: c'est pas grand-chose...")
Y el olor a césped mojado elevándose hacia mí al atardecer. Vasos azules facetados en los que me ofrecían un traguito
(con la recomendación
-Sólo un traguito)
del anís que yo rondaba en la despensa como un ladrón. Tendrían que poder guardarse estos momentos en el banco para que rindan intereses. Y recibir el extracto a final de mes: en lugar del dinero un clarinete bajo la lluvia, una ola, la gorra de Alfonsina Storni y el olor a hierba mojada, el pobre Caruso intentando desprenderse del disco. Si el gestor de cuentas fuese listo, me informaría "este mes hay una ola más", "a finales de año espero conseguirle dos clarinetes", o "en seis meses, tal como están los mercados, Mérimée no va a desilusionar a la señora Sand". Y en el ejemplar sin tapa del diario, en lugar de
"Lo tuve esta noche. No es gran cosa..."
leeré
"Lo tuve esta noche. ¡Es estupendo!".
Traducción de Mario Merlino.
¿Qué es lo que realmente le importa a un autor? A Lobo Antunes, desde luego, no le interesan nada la mesa donde escribe o su casa. Le importan los cuervos de Ucrania sobre los campos de maíz, un borracho cantando solo, el olor del césped mojado al atardecer o una mujer que guarda en su rostro una belleza irrecuperable. Imágenes y sensaciones que lo han ayudado a entender quién es y lo han inspirado en su escritura.
António Lobo Antunes-BABELIA - 19-11-2005
Tendrían que poder guardarse estos momentos en el banco para que rindan intereses
No me gusta escribir en lugares confortables ni con bonitas vistas desde la ventana: es en una silla dura, frente a la pared, donde doy el do de pecho. Me complace trabajar en cocinas, desvanes, habitaciones de hotel con mesas inestables y los grabados más feos posible: me da igual el lugar siempre que no sea agradable. Durante años escribí sobre un tablero de mármol rajado, ahora lo hago sobre un tablero de cristal, gracias a Dios no siempre limpio, en un espacio helado en invierno y lleno de corrientes de aire en verano: hasta hoy he conseguido burlar la neumonía. Tampoco me quita el sueño dónde vivo, ni qué como, ni qué ropa me pongo. ¿Qué me importa entonces? Así de sopetón me importó cuando el tren en que iba, en Alemania, paró por la noche en una pequeña estación desierta y oí, en medio de la lluvia, un clarinete que sonaba en una casa invisible: me pareció que de repente entendía la vida y el mundo. ¿Qué música sería aquélla, casi sin nexo, transida entre las copas de los árboles, explicándome a mí mismo? O no música: más bien un hilillo de sonido. Aún debe de estar, cerca de Dortmund, siempre que un tren se queda por allí a la espera, en invierno, y la lluvia aumenta la sombra de los abetos. Me importan los cuervos de Ucrania sobre los campos de maíz. Un niño descalzo, con dos caballos cojos, entrevisto cerca de una iglesia antigua, en Rumania, bajando por una colina camino de un riachuelo: de vez en cuando uno de los caballos lamía el cuello del niño. Un borracho de Kazajistán cantando solo, arrimado a un muro, y sus largas barbas. Una señora de edad en una terraza de París, en cuya cara permanecían olvidados, aquí y allá, fragmentos de una belleza irrecuperable, semejantes a los restos de carteles que van palideciendo y rasgándose hasta mucho tiempo después de las elecciones. Ciertos escaparates suburbanos que nos ofrecen muñecos de cerámica
(pastoras, perritos, Quijotes)
polvorientos y patéticos, alineados en una orfandad de abandono. Esos perros que se dejaron lejos y vuelven humildes, enflaquecidos, pasados muchos días, a la casa donde vivieron, deteniéndose en el patio sin atreverse a entrar. Un oso de peluche, medio vacío de relleno, incitándonos
-Abrázame
con el ojo de cristal que queda. Las caderas vanidosas, hacia un lado y hacia otro, de los barquitos anclados, tan femeninos en sus meneos de cintura y, cómo no, ciertas olas que no acaban nunca y no nos llevan con ellas. La poetisa argentina Alfonsina Storni, cansada de esperarlas, decidió entrar en el mar e ir a su encuentro: qué otro remedio tuvieron las olas más que quedarse con su gorra, con todo el resto, con los versos que no tuvo tiempo de componer: tal vez los meneos de uno de los barquitos son los suyos. Y podría continuar la lista de lo que me importa durante horas mencionando, claro está, la frase que siempre me conmovió, de Charlotte Brontë en agonía, apretando la mano de su marido:
-No me voy a morir, ¿verdad? Hemos sido tan felices...
o Columbano Bordalo Pinheiro, uno de mis pintores, asomando, por momentos, de la somnolencia final, sorprendido:
-¿Aún estoy vivo?
Cosas de éstas, amargas o alegres, que me han ayudado a entender lo que soy, cómo soy, quién soy, y me iluminan cuando escribo: me bastan como lámparas, y también permiten ver hacia dentro fondos de pozo, sótanos, baúles, el gramófono con bocina al que se le daba cuerda con una manivela acodada, se colocaba la aguja roma, de acero, en el disco rayado, y la voz de Caruso, entre zumbidos y chasquidos, balbuciendo La Bohème, mientras la tía Madalena, abajo, regaba el jardín. Jack Dempsey, boxeador milagroso, en una revista amarilla. Un busto de Chopin, roto. Un ejemplar sin tapa del diario de la escritora George Sand, informando en cierto momento, a propósito del también escritor Mérimée:
"Lo tuve esta noche. No es gran cosa..."
(En el original: "J'ai eu Mérimée ce soir: c'est pas grand-chose...")
Y el olor a césped mojado elevándose hacia mí al atardecer. Vasos azules facetados en los que me ofrecían un traguito
(con la recomendación
-Sólo un traguito)
del anís que yo rondaba en la despensa como un ladrón. Tendrían que poder guardarse estos momentos en el banco para que rindan intereses. Y recibir el extracto a final de mes: en lugar del dinero un clarinete bajo la lluvia, una ola, la gorra de Alfonsina Storni y el olor a hierba mojada, el pobre Caruso intentando desprenderse del disco. Si el gestor de cuentas fuese listo, me informaría "este mes hay una ola más", "a finales de año espero conseguirle dos clarinetes", o "en seis meses, tal como están los mercados, Mérimée no va a desilusionar a la señora Sand". Y en el ejemplar sin tapa del diario, en lugar de
"Lo tuve esta noche. No es gran cosa..."
leeré
"Lo tuve esta noche. ¡Es estupendo!".
Traducción de Mario Merlino.
Desencantamiento de la pintura
Manet como inventor o reinventor del cuadro-objeto. Ésa es la reflexión que Foucault hizo del pintor francés, quien abriría el camino para escapar a la mera representación en el arte.
JOSÉ LUIS PARDO-BABELIA - 26-11-2005
LA PINTURA DE MANET
Michel Foucault
Traducción de Roser Vilagrassa
Alpha Decay. Barcelona, 2004
60 páginas. 15 euros
He aquí un texto de Foucault que, si no es una novedad -se trata de una conferencia pronunciada en 1971, que ya tradujo al castellano la revista ER en 1997-, constituye al menos una rareza. Como él mismo gustaba de recordar, en mayo de 1968 no estaba en París, sino en Túnez, adonde había ido entre otras cosas a impartir un curso sobre la pintura del quattrocento y en donde experimentó un aspecto de la revuelta juvenil que siempre consideró en cierto sentido más "auténtico" que el del movimiento estudiantil europeo. En 1971 vuelve al mismo escenario para hablar de Manet y para atribuir al pintor francés un papel que entonces no muchos le reconocían, el de haber alterado fundamentalmente el espacio en el cual se había venido moviendo la representación visual desde el Renacimiento y el de preparar el terreno a todas las revoluciones plásticas del siglo XX. Foucault no se refiere al Manet "impresionista" o "protoimpresionista" al que aún remitían entonces la mayor parte de los manuales.
En el magistral análisis de Las meninas de Velázquez con el que se abre Las palabras y las cosas, el filósofo señalaba el modo en que el cuadro atrapa a sus observadores como paradigma de la visibilidad clásica: la función del cuadro es atraer a su interior a la mirada para la que se despliega. Ese mecanismo simbolizaba todo el espacio de la representación clásica, ordenado en torno al sujeto soberano como el cuadro de Velázquez está ordenado en torno a la mirada del Rey que se refleja en el espejo.
En el trabajo de Manet ve Foucault, en cambio, la revocación de este modelo. Y no por la técnica dispersiva en el uso del color sino por la aparición del "cuadro-objeto", es decir, por toda una serie de dispositivos que Manet pone al servicio de la inversión de la operación clásica: en lugar de atrapar la mirada del espectador, expulsarla del espectáculo o desmenuzarla en él. Foucault va desgranando el modo en que Manet pone al descubierto precisamente aquello que todas las estrategias del pintor clásico se habían conjurado para ocultar, a saber, el lienzo bidimensional sobre el que está representada la escena ilusoriamente tridimensional que se pinta. Esta "desilusión" o "desencantamiento" del espacio pictórico se produce también mediante la reducción de la iluminación a un foco constituido por el propio lugar del espectador, que tiende a deshacer la sensación de profundidad y a revelar de nuevo la superficialidad del cuadro.
Finalmente, el soberbio Un bar del Folies-Bergère sirve a Foucault para ejemplificar la operación sustancial de Manet: la exclusión de ese lugar estable y absoluto en donde la representación clásica situaba al espectador; y, además, su exclusión mediante un espejo, que tiene exactamente la función contraria al de Las meninas de Velázquez. Manet, concluye Foucault, no inventó la pintura no-representativa, pero enseñó a los pintores el camino para escapar de la representación. Algo que él mismo pretendió hacer en el terreno del pensamiento.
Manet como inventor o reinventor del cuadro-objeto. Ésa es la reflexión que Foucault hizo del pintor francés, quien abriría el camino para escapar a la mera representación en el arte.
JOSÉ LUIS PARDO-BABELIA - 26-11-2005
LA PINTURA DE MANET
Michel Foucault
Traducción de Roser Vilagrassa
Alpha Decay. Barcelona, 2004
60 páginas. 15 euros
He aquí un texto de Foucault que, si no es una novedad -se trata de una conferencia pronunciada en 1971, que ya tradujo al castellano la revista ER en 1997-, constituye al menos una rareza. Como él mismo gustaba de recordar, en mayo de 1968 no estaba en París, sino en Túnez, adonde había ido entre otras cosas a impartir un curso sobre la pintura del quattrocento y en donde experimentó un aspecto de la revuelta juvenil que siempre consideró en cierto sentido más "auténtico" que el del movimiento estudiantil europeo. En 1971 vuelve al mismo escenario para hablar de Manet y para atribuir al pintor francés un papel que entonces no muchos le reconocían, el de haber alterado fundamentalmente el espacio en el cual se había venido moviendo la representación visual desde el Renacimiento y el de preparar el terreno a todas las revoluciones plásticas del siglo XX. Foucault no se refiere al Manet "impresionista" o "protoimpresionista" al que aún remitían entonces la mayor parte de los manuales.
En el magistral análisis de Las meninas de Velázquez con el que se abre Las palabras y las cosas, el filósofo señalaba el modo en que el cuadro atrapa a sus observadores como paradigma de la visibilidad clásica: la función del cuadro es atraer a su interior a la mirada para la que se despliega. Ese mecanismo simbolizaba todo el espacio de la representación clásica, ordenado en torno al sujeto soberano como el cuadro de Velázquez está ordenado en torno a la mirada del Rey que se refleja en el espejo.
En el trabajo de Manet ve Foucault, en cambio, la revocación de este modelo. Y no por la técnica dispersiva en el uso del color sino por la aparición del "cuadro-objeto", es decir, por toda una serie de dispositivos que Manet pone al servicio de la inversión de la operación clásica: en lugar de atrapar la mirada del espectador, expulsarla del espectáculo o desmenuzarla en él. Foucault va desgranando el modo en que Manet pone al descubierto precisamente aquello que todas las estrategias del pintor clásico se habían conjurado para ocultar, a saber, el lienzo bidimensional sobre el que está representada la escena ilusoriamente tridimensional que se pinta. Esta "desilusión" o "desencantamiento" del espacio pictórico se produce también mediante la reducción de la iluminación a un foco constituido por el propio lugar del espectador, que tiende a deshacer la sensación de profundidad y a revelar de nuevo la superficialidad del cuadro.
Finalmente, el soberbio Un bar del Folies-Bergère sirve a Foucault para ejemplificar la operación sustancial de Manet: la exclusión de ese lugar estable y absoluto en donde la representación clásica situaba al espectador; y, además, su exclusión mediante un espejo, que tiene exactamente la función contraria al de Las meninas de Velázquez. Manet, concluye Foucault, no inventó la pintura no-representativa, pero enseñó a los pintores el camino para escapar de la representación. Algo que él mismo pretendió hacer en el terreno del pensamiento.
Los sentidos y el alma de Woolf
Una recopilación de los ensayos que Virginia Woolf escribió sobre otros autores permite apreciar su fina capacidad de análisis y las reflexiones que aporta a esas lecturas.
JOSÉ MARÍA GUELBENZU-BABELIA - 26-11-2005
HORAS EN UNA BIBLIOTECA
Virginia Woolf
Traducción de Miguel Martínez-Lage
El Aleph. Barcelona, 2005
288 páginas. 19,50 euros
Este libro contiene una bien escogida selección de textos ensayísticos de la gran escritora inglesa. El conjunto es muy variado, aunque son mayoría los textos dedicados a biografías de personajes y escritores célebres. El libro se abre con el ensayo que le da título y que bien puede oficiar de prólogo: está dedicado al lector, a la exaltación de la lectura en los tiempos jóvenes, al peso de la tradición literaria y al gusto por la actualidad, a la firmeza de los clásicos y al interés por nuestros contemporáneos. Si lo apartamos como prólogo, veremos que la selección se abre y se cierra con dos esbozos narrativos. El primero, In the orchard, que el editor ha preferido traducir por Bajo el manzano, es particularmente emocionante porque en él está ya tocando con los dedos la nueva colocación de la voz narradora que había empezado a asomar en Lunes o martes y a la que pronto dará forma en el relato titulado La señora Dalloway en Bond Street para fijarlo en La señora Dalloway y desarrollarlo de manera esplendorosa en Las olas. Y el libro se cierra con el texto La muerte de la polilla, escrito al tiempo que redactaba su obra maestra, Las olas, que durante buena parte del trabajo de escritura se tituló provisionalmente Las polillas.
Entre estos dos movimientos narrativos se encuentran los ensayos, textos aparecidos en revistas a propósito, generalmente, de otros libros. Los ocho primeros, sin embargo, son generales, ejercicios en prosa. Después, entra en Coleridge y de ahí se dirige derechamente a Pepys, Ruskin, Kipling, Conrad, Emerson, Thoreau, Melville, Turguénev, Dostoievski, Jane Austen, Elizabeth Gaskell, Katherine Mansfield y, en fin, otros autores no menos importantes. Lo verdaderamente importante de estos trabajos no es tanto lo que llamaríamos un análisis de la obra de todos estos autores, sino la descripción de ellos mismos y de sus libros. Me explicaré.
Dice Virginia Woolf: "Apren-der de los libros es una ocupación caprichosa en el mejor de los casos, y la enseñanza es tan difusa y tan cambiable que, al final, lejos de llamar a los libros románticos o realistas, uno tiene mayor inclinación a pensar en ellos tal como piensa en las personas, es decir, en calidad de algo muy entreverado, híbrido y diferenciado, muy disímil lo uno de lo otro". Así es exactamente como los considera ella y de resultas, encontramos unos comentarios en los cuales se mezclan sin dificultad y aun armónicamente su propio pensamiento literario, el del autor de que se trata y la descripción tanto de su escritura como de él mismo. Esto dota a los textos de este libro de un interés y una variedad sumamente atractivos. Nada mejor que poner un ejemplo para apreciar la singularidad de su manera, a propósito de La estepa, de Chéjov: "Sin embargo, a medida que los viajeros se desplazan lentamente por la inmensidad del espacio, deteniéndose en una posada, rebasando a un pastor, a un carromato, parece que fuera un viaje por el alma rusa, y el espacio desierto, tan triste, tan apasionado, pasa a ser el trasfondo de su propio pensamiento". Como se puede ver, es un caso de empleo de la descripción para sugerir el sentido de la novela, lo cual, naturalmente, convierte lo que sería una crítica al uso en un comentario fascinante. Ella lo utiliza no sólo para abrir, mostrar y comentar la novela o la obra de la que habla sino también para hacer aparecer al autor.
Pero ello no quiere decir que se trate a su vez de esa crítica que mezcla vida y obra del autor. Woolf es una gran escritora y su arte es, en esta ocasión, una manifestación de su capacidad de contar no una historia sino un libro ajeno; en realidad, lo que describe muy bien es la escritura del autor de que se trate y al dejarnos ver la mano del autor, nos deja tocarlo. Otro ejemplo, esta vez a propósito de Dostoievski, nos deslumbra: "La intuición es el término que mejor conviene al genio de Dostoievski cuando da lo mejor de sí. Cuando se halla plenamente imbuido de ese genio, es capaz de leer la escritura más inescrutable en las mayores honduras del alma oscura, y cuando le abandona es como si toda su asombrosa maquinaria siguiera girando infructuosamente, sin engranarse, en el aire". Hay una visión del autor implícita en este juicio, pero de lo que habla es de su escritura.
No todas las opiniones o lecturas de Woolf tienen el mismo poder de convicción; el tiempo ha demostrado que su visión de la obra de Conrad no es muy atinada, del mismo modo que con Gaskell es injustamente justa; en cambio, su admiración por Katherine Mansfield, su retrato de Christina Rossetti o de Lady Holland y sus apreciaciones sobre los novelistas rusos son piezas soberbias. Hay muchos comentarios a autores a propósito de biografías de éstos: ahí opera a la inversa; el retrato de autor es excelente y el paso a opiniones sobre su obra entra y fluye con toda naturalidad y con notable ingenio. El resultado es un libro para muy lectores, con especial referencia al mundo intelectual británico, que se lee con verdadero placer. No son menos sugerentes los ensayos que analizan el género de la biografía y el fundamento de la ficción, que se recogen al final, casi a título de recopilación de lo leído, lo que habla en favor del buen sentido y la buena organización de esta selección.
Una recopilación de los ensayos que Virginia Woolf escribió sobre otros autores permite apreciar su fina capacidad de análisis y las reflexiones que aporta a esas lecturas.
JOSÉ MARÍA GUELBENZU-BABELIA - 26-11-2005
HORAS EN UNA BIBLIOTECA
Virginia Woolf
Traducción de Miguel Martínez-Lage
El Aleph. Barcelona, 2005
288 páginas. 19,50 euros
Este libro contiene una bien escogida selección de textos ensayísticos de la gran escritora inglesa. El conjunto es muy variado, aunque son mayoría los textos dedicados a biografías de personajes y escritores célebres. El libro se abre con el ensayo que le da título y que bien puede oficiar de prólogo: está dedicado al lector, a la exaltación de la lectura en los tiempos jóvenes, al peso de la tradición literaria y al gusto por la actualidad, a la firmeza de los clásicos y al interés por nuestros contemporáneos. Si lo apartamos como prólogo, veremos que la selección se abre y se cierra con dos esbozos narrativos. El primero, In the orchard, que el editor ha preferido traducir por Bajo el manzano, es particularmente emocionante porque en él está ya tocando con los dedos la nueva colocación de la voz narradora que había empezado a asomar en Lunes o martes y a la que pronto dará forma en el relato titulado La señora Dalloway en Bond Street para fijarlo en La señora Dalloway y desarrollarlo de manera esplendorosa en Las olas. Y el libro se cierra con el texto La muerte de la polilla, escrito al tiempo que redactaba su obra maestra, Las olas, que durante buena parte del trabajo de escritura se tituló provisionalmente Las polillas.
Entre estos dos movimientos narrativos se encuentran los ensayos, textos aparecidos en revistas a propósito, generalmente, de otros libros. Los ocho primeros, sin embargo, son generales, ejercicios en prosa. Después, entra en Coleridge y de ahí se dirige derechamente a Pepys, Ruskin, Kipling, Conrad, Emerson, Thoreau, Melville, Turguénev, Dostoievski, Jane Austen, Elizabeth Gaskell, Katherine Mansfield y, en fin, otros autores no menos importantes. Lo verdaderamente importante de estos trabajos no es tanto lo que llamaríamos un análisis de la obra de todos estos autores, sino la descripción de ellos mismos y de sus libros. Me explicaré.
Dice Virginia Woolf: "Apren-der de los libros es una ocupación caprichosa en el mejor de los casos, y la enseñanza es tan difusa y tan cambiable que, al final, lejos de llamar a los libros románticos o realistas, uno tiene mayor inclinación a pensar en ellos tal como piensa en las personas, es decir, en calidad de algo muy entreverado, híbrido y diferenciado, muy disímil lo uno de lo otro". Así es exactamente como los considera ella y de resultas, encontramos unos comentarios en los cuales se mezclan sin dificultad y aun armónicamente su propio pensamiento literario, el del autor de que se trata y la descripción tanto de su escritura como de él mismo. Esto dota a los textos de este libro de un interés y una variedad sumamente atractivos. Nada mejor que poner un ejemplo para apreciar la singularidad de su manera, a propósito de La estepa, de Chéjov: "Sin embargo, a medida que los viajeros se desplazan lentamente por la inmensidad del espacio, deteniéndose en una posada, rebasando a un pastor, a un carromato, parece que fuera un viaje por el alma rusa, y el espacio desierto, tan triste, tan apasionado, pasa a ser el trasfondo de su propio pensamiento". Como se puede ver, es un caso de empleo de la descripción para sugerir el sentido de la novela, lo cual, naturalmente, convierte lo que sería una crítica al uso en un comentario fascinante. Ella lo utiliza no sólo para abrir, mostrar y comentar la novela o la obra de la que habla sino también para hacer aparecer al autor.
Pero ello no quiere decir que se trate a su vez de esa crítica que mezcla vida y obra del autor. Woolf es una gran escritora y su arte es, en esta ocasión, una manifestación de su capacidad de contar no una historia sino un libro ajeno; en realidad, lo que describe muy bien es la escritura del autor de que se trate y al dejarnos ver la mano del autor, nos deja tocarlo. Otro ejemplo, esta vez a propósito de Dostoievski, nos deslumbra: "La intuición es el término que mejor conviene al genio de Dostoievski cuando da lo mejor de sí. Cuando se halla plenamente imbuido de ese genio, es capaz de leer la escritura más inescrutable en las mayores honduras del alma oscura, y cuando le abandona es como si toda su asombrosa maquinaria siguiera girando infructuosamente, sin engranarse, en el aire". Hay una visión del autor implícita en este juicio, pero de lo que habla es de su escritura.
No todas las opiniones o lecturas de Woolf tienen el mismo poder de convicción; el tiempo ha demostrado que su visión de la obra de Conrad no es muy atinada, del mismo modo que con Gaskell es injustamente justa; en cambio, su admiración por Katherine Mansfield, su retrato de Christina Rossetti o de Lady Holland y sus apreciaciones sobre los novelistas rusos son piezas soberbias. Hay muchos comentarios a autores a propósito de biografías de éstos: ahí opera a la inversa; el retrato de autor es excelente y el paso a opiniones sobre su obra entra y fluye con toda naturalidad y con notable ingenio. El resultado es un libro para muy lectores, con especial referencia al mundo intelectual británico, que se lee con verdadero placer. No son menos sugerentes los ensayos que analizan el género de la biografía y el fundamento de la ficción, que se recogen al final, casi a título de recopilación de lo leído, lo que habla en favor del buen sentido y la buena organización de esta selección.
Las palabras del incendio
Clara Janés-BABELIA - 03-12-2005
"LA POESÍA de Juan Eduardo Cirlot está a menudo embriagada de imágenes que avanzan en cascada hasta casi sepultarnos", afirma Enrique Granell en el prólogo de En la llama. Y así se unen estos dos elementos, agua y fuego, quedando el aire para el vuelo -también presente aquí pero fundamental en el Ciclo de Bronwyn-, mientras la tierra es un bajo continuo desde esas hierbas de la transmutación amorosa, ese carbón, esa Gran Serpiente, esas ciudades desaparecidas que se hallan debajo de las flores o las aún existentes, marcos de aparición y de inspiración visionaria, donde se "ven" "las palabras del incendio".
Las palabras de este libro arden de pura incandescencia, porque aunque se produzcan en cascada, la poesía, que para el surrealista Aragon debía ser informe como el agua, para nuestro poeta era "sustitución de la extensión por la intensidad". Y la intensidad lleva al arder. Y el arder a la posterior expansión y hasta a la explosión. Así, en estas páginas, que nos sitúan ante el origen de la poesía de Cirlot, vemos el paso de la condensación al estallido de su material poético. Y todo gira y va a más, pues se constituye en un universo en sí: surgen la "doncella" ya en los Seis sonetos y un poema de amor celeste, el "no mundo" en los Cantos de la vida muerta, y los símbolos favoritos, partiendo de la indagación continua en el campo del arte. Aquí, de modo personal, se incorporan en torbellino las vanguardias -el tiempo de Dau al Set-, y también se esbozan la permutación y la poesía experimental.
El que se adentra en este libro, entra de hecho en un poema sin fin que sacraliza lo real -pues "en la materia está ello (el secreto de la vida eterna)"- y lo entreteje con lo maravilloso y el sueño. Cirlot cumple por instinto la triunidad esotérica de Hermes Trimegisto como ley de acción en los planos del universo: todo equivale a todo. Y en este caso todo es poesía al rojo vivo: "fuego desde la sombra del pensamiento"
Clara Janés-BABELIA - 03-12-2005
"LA POESÍA de Juan Eduardo Cirlot está a menudo embriagada de imágenes que avanzan en cascada hasta casi sepultarnos", afirma Enrique Granell en el prólogo de En la llama. Y así se unen estos dos elementos, agua y fuego, quedando el aire para el vuelo -también presente aquí pero fundamental en el Ciclo de Bronwyn-, mientras la tierra es un bajo continuo desde esas hierbas de la transmutación amorosa, ese carbón, esa Gran Serpiente, esas ciudades desaparecidas que se hallan debajo de las flores o las aún existentes, marcos de aparición y de inspiración visionaria, donde se "ven" "las palabras del incendio".
Las palabras de este libro arden de pura incandescencia, porque aunque se produzcan en cascada, la poesía, que para el surrealista Aragon debía ser informe como el agua, para nuestro poeta era "sustitución de la extensión por la intensidad". Y la intensidad lleva al arder. Y el arder a la posterior expansión y hasta a la explosión. Así, en estas páginas, que nos sitúan ante el origen de la poesía de Cirlot, vemos el paso de la condensación al estallido de su material poético. Y todo gira y va a más, pues se constituye en un universo en sí: surgen la "doncella" ya en los Seis sonetos y un poema de amor celeste, el "no mundo" en los Cantos de la vida muerta, y los símbolos favoritos, partiendo de la indagación continua en el campo del arte. Aquí, de modo personal, se incorporan en torbellino las vanguardias -el tiempo de Dau al Set-, y también se esbozan la permutación y la poesía experimental.
El que se adentra en este libro, entra de hecho en un poema sin fin que sacraliza lo real -pues "en la materia está ello (el secreto de la vida eterna)"- y lo entreteje con lo maravilloso y el sueño. Cirlot cumple por instinto la triunidad esotérica de Hermes Trimegisto como ley de acción en los planos del universo: todo equivale a todo. Y en este caso todo es poesía al rojo vivo: "fuego desde la sombra del pensamiento"
Surrealismos y sueños Añadir a Mi carpeta
Un volumen reúne la poesía que Juan Eduardo Cirlot publicó antes de 1959. El lirismo y la reflexión, el poema en prosa y el soneto conviven en un ciclo literario marcado por la idea de que la vanguardia es más una tradición que una ruptura.
LUIS ANTONIO DE VILLENA - BABELIA - 03-12-2005
EN LA LLAMA (POESÍA 1943-1959)
Juan Eduardo Cirlot
Edición de Enrique Granell
Siruela. Madrid, 2005
698 páginas. 30 euros
Como el siempre oscuro, enigmático y brillante Juan Eduardo Cirlot (1916-1973) trazó una línea divisoria voluntaria entre su obra poética anterior y posterior a 1959, casi toda esa espléndida producción -lejana y no tanto a los movimientos creadores de una España sometida- y editada, como tantos de sus libros no ensayísticos, en cortas ediciones o en revistas especializadas y no menos minoritarias, el primer acierto de Enrique Granell es ofrecernos todo este rico y fragmentado "corpus" en un tomo. Otro (en su acertado prólogo) es mostrarnos los caminos y claves de un Cirlot siempre inquieto, siempre buscador, siempre cultista y casi siempre onírico. Y dentro de este último acierto, señalarnos una clave muy nítida para quien conozca la importante obra del Cirlot ensayista, con libros sobre música (también fue compositor), pintura, artes plásticas y simbología: "Si el Diccionario de símbolos podemos decir que es una buena guía para leer el ciclo Bronwyn, el Diccionario de los ismos es la mejor guía para seguir la obra poética aquí reunida".
¿Se nos quiere decir que el ancho primer Cirlot fue esencialmente un vanguardista, en un país donde casi toda movilidad conllevaba sospechas políticas, aunque Juan Eduardo no anduviera muy ortodoxamente ese camino? Quizá. Cirlot se interesó en la música atonal y dodecafónica, escribió sobre Stravinski y le fascinó Scriabin. Fue amigo de Tàpies y de Cuixart y participó en Dau al Set. Pero también se interesó en Dalí, al que dedicó explícitos poemas. Fue amigo de Brossa y también de Carlos Edmundo de Ory y de la aventura postista. Se escribió y conoció a André Breton, y en algún momento se creyó un surrealista puro. Pero escribió muchos sonetos (lejanos, eso sí, al garcilasismo) y buscó en las culturas antiguas y en las religiones. Creyó, por tanto, que toda novedad tenía raíces y que se podía y debía ser nuevo escribiendo Elegía sumeria (1949), Lilith -del mismo año- o un Libro de oraciones (1952) donde los santos invocados encarnan en una palabra de otra sacralidad distinta: "Vid de los excrementos, maldición / para el alma que muge entre legumbres..." (A San Bartolomé).
¿Surrealismo? Por supuesto,
pero también sueños con aspiración lógica, culturas inquiridas, cine, amor, melancolía (siempre la melancolía del idealista) y los distintos Cantos de la vida muerta -el último de 1956- que responden al aforismo que retrata un desesperado vitalismo: "Si algo viviese absolutamente no podría morir". O sea, surrealismo -como base- pero bastante más que surrealismo, en un poeta que creía en la vanguardia no como rompimiento, sino como tradición. La prueba más aparente estaría en la mezcla de lirismo y reflexión, pero también entre la mezcla del poema en prosa (alabado ya por Díaz-Plaja) y la aludida proliferación de sonetos -muy a menudo clásicos- que nos lleva a considerar a Juan Eduardo Cirlot como a uno de los mejores (y más singulares) sonetistas en una edad nada horra de ellos: "Hay un país lejano, una dulzura, / un eterno retorno a lo perdido. / De lo que sobrevive en el olvido / hay una soledad, un agua obscura. (...)". Oscuro en vida (salvo en su ensayismo y crítica), Cirlot es hoy, con Cántico y el Postismo, el referente fundamental de los "novísimos" -que lo descubrimos muy al final- y uno de los valores más sólidos y perturbadores de nuestra poesía de posguerra, menos oficialista de lo que aún parece. Un alto poeta de sueños y símbolos.
Un volumen reúne la poesía que Juan Eduardo Cirlot publicó antes de 1959. El lirismo y la reflexión, el poema en prosa y el soneto conviven en un ciclo literario marcado por la idea de que la vanguardia es más una tradición que una ruptura.
LUIS ANTONIO DE VILLENA - BABELIA - 03-12-2005
EN LA LLAMA (POESÍA 1943-1959)
Juan Eduardo Cirlot
Edición de Enrique Granell
Siruela. Madrid, 2005
698 páginas. 30 euros
Como el siempre oscuro, enigmático y brillante Juan Eduardo Cirlot (1916-1973) trazó una línea divisoria voluntaria entre su obra poética anterior y posterior a 1959, casi toda esa espléndida producción -lejana y no tanto a los movimientos creadores de una España sometida- y editada, como tantos de sus libros no ensayísticos, en cortas ediciones o en revistas especializadas y no menos minoritarias, el primer acierto de Enrique Granell es ofrecernos todo este rico y fragmentado "corpus" en un tomo. Otro (en su acertado prólogo) es mostrarnos los caminos y claves de un Cirlot siempre inquieto, siempre buscador, siempre cultista y casi siempre onírico. Y dentro de este último acierto, señalarnos una clave muy nítida para quien conozca la importante obra del Cirlot ensayista, con libros sobre música (también fue compositor), pintura, artes plásticas y simbología: "Si el Diccionario de símbolos podemos decir que es una buena guía para leer el ciclo Bronwyn, el Diccionario de los ismos es la mejor guía para seguir la obra poética aquí reunida".
¿Se nos quiere decir que el ancho primer Cirlot fue esencialmente un vanguardista, en un país donde casi toda movilidad conllevaba sospechas políticas, aunque Juan Eduardo no anduviera muy ortodoxamente ese camino? Quizá. Cirlot se interesó en la música atonal y dodecafónica, escribió sobre Stravinski y le fascinó Scriabin. Fue amigo de Tàpies y de Cuixart y participó en Dau al Set. Pero también se interesó en Dalí, al que dedicó explícitos poemas. Fue amigo de Brossa y también de Carlos Edmundo de Ory y de la aventura postista. Se escribió y conoció a André Breton, y en algún momento se creyó un surrealista puro. Pero escribió muchos sonetos (lejanos, eso sí, al garcilasismo) y buscó en las culturas antiguas y en las religiones. Creyó, por tanto, que toda novedad tenía raíces y que se podía y debía ser nuevo escribiendo Elegía sumeria (1949), Lilith -del mismo año- o un Libro de oraciones (1952) donde los santos invocados encarnan en una palabra de otra sacralidad distinta: "Vid de los excrementos, maldición / para el alma que muge entre legumbres..." (A San Bartolomé).
¿Surrealismo? Por supuesto,
pero también sueños con aspiración lógica, culturas inquiridas, cine, amor, melancolía (siempre la melancolía del idealista) y los distintos Cantos de la vida muerta -el último de 1956- que responden al aforismo que retrata un desesperado vitalismo: "Si algo viviese absolutamente no podría morir". O sea, surrealismo -como base- pero bastante más que surrealismo, en un poeta que creía en la vanguardia no como rompimiento, sino como tradición. La prueba más aparente estaría en la mezcla de lirismo y reflexión, pero también entre la mezcla del poema en prosa (alabado ya por Díaz-Plaja) y la aludida proliferación de sonetos -muy a menudo clásicos- que nos lleva a considerar a Juan Eduardo Cirlot como a uno de los mejores (y más singulares) sonetistas en una edad nada horra de ellos: "Hay un país lejano, una dulzura, / un eterno retorno a lo perdido. / De lo que sobrevive en el olvido / hay una soledad, un agua obscura. (...)". Oscuro en vida (salvo en su ensayismo y crítica), Cirlot es hoy, con Cántico y el Postismo, el referente fundamental de los "novísimos" -que lo descubrimos muy al final- y uno de los valores más sólidos y perturbadores de nuestra poesía de posguerra, menos oficialista de lo que aún parece. Un alto poeta de sueños y símbolos.
Arqueología del libro
La suma de un papel concreto unido a un tamaño, una tipografía, unos márgenes y una cubierta concretos da como resultado uno de los objetos más perfectos y simples de la historia: el libro. Todo lector sabe que aquello que tiene ante los ojos cambia cuando cambia la edición que utiliza. Sobre todo en las primeras lecturas. Nuestra memoria condena muchas obras por la mala encuadernación en que fueron leídas durante la adolescencia.
Alberto Manguel -BABELIA - 03-12-2005
Las librerías son supermercados, las editoriales, fábricas de objetos con fecha límite de venta
Hace algunos años, en su abarrotada biblioteca de Milán, Roberto Calasso me mostró un libro pequeño, del tamaño del bolsillo, en una encuadernación suavizada por muchas manos y con un papel apenas amarillento. Se trataba de una edición de los poemas de Catulo, Tibulo y Propercio, impresa por Aldo Manucio en Venecia en 1502, con una tipografía muy negra y precisa, amplios márgenes en los que anteriores lectores habían garabateado sus comentarios, y un diseño elegante y equilibrado. El libro que Calasso me hizo ver aquella tarde me pareció uno de los objetos más hermosos del mundo.
Todo lector sabe que el contenido de un libro no lo es todo: el texto, por supuesto, es esencial, pero el papel, el tamaño, los márgenes, la tipografía, la cubierta, tienen también su fundamental importancia. Aldo Manucio fue quizás el primero que entendió que la invención de Gutenberg no era tan sólo una nueva tecnología, sino también un nuevo arte, y que como todo arte, tenía su estética, su vocabulario, su público especializado e incluso su propia ética. Los libros impresos por Manucio son ejemplares en ambos sentidos de la palabra.
De niños intuimos la importancia de ese conjunto de elementos. No todo libro es el mismo libro para un lector que se inicia. Recuerdo, a los seis o siete años, el goce por cierto físico de tener entre mis manos, por ejemplo, los volúmenes de formato horizontal de una colección hoy difunta de cuentos de hadas alemanes, ilustrados con grabados de madera en color, e impresos en bellísimos caracteres góticos sobre papel blanco y opaco. O las exquisitas miniaturas de Beatrix Potter con sus maravillosas acuarelas. O los lujosos tomos de las novelas de Julio Verne que imitaban los originales franceses de Herzel. O las grandes ediciones ilustradas de los cuentos Constancio C. Vigil, publicadas por la editorial Atlántida de Buenos Aires.
Comparado con estas joyas, muchas otras ediciones apenas merecen el nombre de libros. Las novelas de la Colección Robin Hood (estoy hablando de los libros de mi infancia), impresas en un papel arenoso que absorbía de forma irregular la tinta del texto y de las toscas ilustraciones, y cuyo débil lomo se destartalaba a la tercera lectura, afectaban de tal manera mi juicio de la obra, que hay libros que aún hoy desdeño porque los leí por primera vez en esa serie infame. La editorial Tor (que publicó tantos clásicos antiguos y modernos, incluyendo en 1935 la primera edición de La historia universal de la infamia de Borges) usaba un papel leproso, traducciones criminales y correctores (si los había) ciegos o simplemente analfabetos. Para que todos sus libros -bastante económicos de precio- coincidieran con pliegos completos de 32 páginas, este precursor del libro de bolsillo podaba algunos capítulos para adaptarse a la extensión requerida. Otras editoriales, de cuyo nombre no quiero acordarme, con el pretexto de publicar cientos de obras a precios bajísimos, ofrecían simulacros de libros, con textos atiborrados y borrosos bajo cubiertas insípidas o desaliñadas.
Pero quizás tal desaliño no era la peor falta de uno de esos seudolibros. A veces, una edición descuidada se redimía a mis ojos gracias a un prólogo espléndido. Mi abominable ejemplar de El signo de los cuatro, de Arthur Conan Doyle, era casi perdonable por contener un prefacio de Graham Greene en el que señalaba la osadía de Doyle al convertir a su héroe en cocainómano, y su espléndida invención de ciertos nombres como "Pondicherry Lodge". Mi versión castellana de Bartleby de Melville, a pesar de los avaros márgenes y la enclenque encuadernación, habría provocado la envidia de Vila-Matas por ser la traducción de Borges y llevar su entusiasmado prólogo. Mi edición de Floresta de Indias, una antología de textos sobre la Conquista, merecía existir por la introducción, sabia y divertida, del erudito Alberto Salas.
Hay prólogos que dan vida a un libro. Recuerdo las espléndidas introducciones de May Lamberton Becker para los clásicos de la Rainbow Series, que contaban, entre la crítica y el chisme, la historia de la historia que estaba por leer. Recuerdo el complejo e inteligente ensayo de Lezama Lima que precedía una Antología de la poesía cubana, explicando por qué el barroco es el género latinoamericano por excelencia -un texto tanto más regocijante que los poemas que le seguían-. Recuerdo haber descubierto, deslumbrado, La Celestina, después de leer una introducción mordaz y lúcida de Adolfo Bioy Casares, en una pobre edición de la casa Estrada. Tengo amigos que han descubierto a Flaubert gracias a un prólogo de Mario Vargas Llosa, a Bulgakov gracias a uno de Sergio Pitol, a Voltaire gracias a otro de José Bianco. No todo libro, por supuesto, requiere un prólogo, pero hay libros que sin él se parecen a una gran casa iluminada en la que hay música y voces, y a la cual no nos atrevemos a entrar porque no hemos sido invitados. Todo lector es, bajo ciertas circunstancias, un tímido.
Nuestra edad es de oro sólo en el sentido comercial: nuestras actividades se valoran solamente según su rendimiento económico. Nuestras librerías son supermercados, nuestras editoriales, fábricas que producen objetos con fecha límite de venta. Un verdadero librero hoy es un prodigio, un verdadero editor, un milagrero, ambos pertenecen a especies en peligro que nadie se empeña en proteger. A medida que la mundialización avanza, se crean menos libros y se producen más objetos que imitan al libro, y para quienes fabrican estos "productos de venta" poco importan las consideraciones estéticas, éticas o intelectuales. Adivino un futuro en el que un nuevo Calasso tomará de su biblioteca (que ahora es un museo) un volumen de fines del siglo veinte -aún honrosamente encuadernado, impreso prolijamente en buen papel con buena tinta, con márgenes espaciosos y un admirable prólogo- y mostrándoselo a un amigo, le dirá, nostalgioso: "Esto era un libro".
La suma de un papel concreto unido a un tamaño, una tipografía, unos márgenes y una cubierta concretos da como resultado uno de los objetos más perfectos y simples de la historia: el libro. Todo lector sabe que aquello que tiene ante los ojos cambia cuando cambia la edición que utiliza. Sobre todo en las primeras lecturas. Nuestra memoria condena muchas obras por la mala encuadernación en que fueron leídas durante la adolescencia.
Alberto Manguel -BABELIA - 03-12-2005
Las librerías son supermercados, las editoriales, fábricas de objetos con fecha límite de venta
Hace algunos años, en su abarrotada biblioteca de Milán, Roberto Calasso me mostró un libro pequeño, del tamaño del bolsillo, en una encuadernación suavizada por muchas manos y con un papel apenas amarillento. Se trataba de una edición de los poemas de Catulo, Tibulo y Propercio, impresa por Aldo Manucio en Venecia en 1502, con una tipografía muy negra y precisa, amplios márgenes en los que anteriores lectores habían garabateado sus comentarios, y un diseño elegante y equilibrado. El libro que Calasso me hizo ver aquella tarde me pareció uno de los objetos más hermosos del mundo.
Todo lector sabe que el contenido de un libro no lo es todo: el texto, por supuesto, es esencial, pero el papel, el tamaño, los márgenes, la tipografía, la cubierta, tienen también su fundamental importancia. Aldo Manucio fue quizás el primero que entendió que la invención de Gutenberg no era tan sólo una nueva tecnología, sino también un nuevo arte, y que como todo arte, tenía su estética, su vocabulario, su público especializado e incluso su propia ética. Los libros impresos por Manucio son ejemplares en ambos sentidos de la palabra.
De niños intuimos la importancia de ese conjunto de elementos. No todo libro es el mismo libro para un lector que se inicia. Recuerdo, a los seis o siete años, el goce por cierto físico de tener entre mis manos, por ejemplo, los volúmenes de formato horizontal de una colección hoy difunta de cuentos de hadas alemanes, ilustrados con grabados de madera en color, e impresos en bellísimos caracteres góticos sobre papel blanco y opaco. O las exquisitas miniaturas de Beatrix Potter con sus maravillosas acuarelas. O los lujosos tomos de las novelas de Julio Verne que imitaban los originales franceses de Herzel. O las grandes ediciones ilustradas de los cuentos Constancio C. Vigil, publicadas por la editorial Atlántida de Buenos Aires.
Comparado con estas joyas, muchas otras ediciones apenas merecen el nombre de libros. Las novelas de la Colección Robin Hood (estoy hablando de los libros de mi infancia), impresas en un papel arenoso que absorbía de forma irregular la tinta del texto y de las toscas ilustraciones, y cuyo débil lomo se destartalaba a la tercera lectura, afectaban de tal manera mi juicio de la obra, que hay libros que aún hoy desdeño porque los leí por primera vez en esa serie infame. La editorial Tor (que publicó tantos clásicos antiguos y modernos, incluyendo en 1935 la primera edición de La historia universal de la infamia de Borges) usaba un papel leproso, traducciones criminales y correctores (si los había) ciegos o simplemente analfabetos. Para que todos sus libros -bastante económicos de precio- coincidieran con pliegos completos de 32 páginas, este precursor del libro de bolsillo podaba algunos capítulos para adaptarse a la extensión requerida. Otras editoriales, de cuyo nombre no quiero acordarme, con el pretexto de publicar cientos de obras a precios bajísimos, ofrecían simulacros de libros, con textos atiborrados y borrosos bajo cubiertas insípidas o desaliñadas.
Pero quizás tal desaliño no era la peor falta de uno de esos seudolibros. A veces, una edición descuidada se redimía a mis ojos gracias a un prólogo espléndido. Mi abominable ejemplar de El signo de los cuatro, de Arthur Conan Doyle, era casi perdonable por contener un prefacio de Graham Greene en el que señalaba la osadía de Doyle al convertir a su héroe en cocainómano, y su espléndida invención de ciertos nombres como "Pondicherry Lodge". Mi versión castellana de Bartleby de Melville, a pesar de los avaros márgenes y la enclenque encuadernación, habría provocado la envidia de Vila-Matas por ser la traducción de Borges y llevar su entusiasmado prólogo. Mi edición de Floresta de Indias, una antología de textos sobre la Conquista, merecía existir por la introducción, sabia y divertida, del erudito Alberto Salas.
Hay prólogos que dan vida a un libro. Recuerdo las espléndidas introducciones de May Lamberton Becker para los clásicos de la Rainbow Series, que contaban, entre la crítica y el chisme, la historia de la historia que estaba por leer. Recuerdo el complejo e inteligente ensayo de Lezama Lima que precedía una Antología de la poesía cubana, explicando por qué el barroco es el género latinoamericano por excelencia -un texto tanto más regocijante que los poemas que le seguían-. Recuerdo haber descubierto, deslumbrado, La Celestina, después de leer una introducción mordaz y lúcida de Adolfo Bioy Casares, en una pobre edición de la casa Estrada. Tengo amigos que han descubierto a Flaubert gracias a un prólogo de Mario Vargas Llosa, a Bulgakov gracias a uno de Sergio Pitol, a Voltaire gracias a otro de José Bianco. No todo libro, por supuesto, requiere un prólogo, pero hay libros que sin él se parecen a una gran casa iluminada en la que hay música y voces, y a la cual no nos atrevemos a entrar porque no hemos sido invitados. Todo lector es, bajo ciertas circunstancias, un tímido.
Nuestra edad es de oro sólo en el sentido comercial: nuestras actividades se valoran solamente según su rendimiento económico. Nuestras librerías son supermercados, nuestras editoriales, fábricas que producen objetos con fecha límite de venta. Un verdadero librero hoy es un prodigio, un verdadero editor, un milagrero, ambos pertenecen a especies en peligro que nadie se empeña en proteger. A medida que la mundialización avanza, se crean menos libros y se producen más objetos que imitan al libro, y para quienes fabrican estos "productos de venta" poco importan las consideraciones estéticas, éticas o intelectuales. Adivino un futuro en el que un nuevo Calasso tomará de su biblioteca (que ahora es un museo) un volumen de fines del siglo veinte -aún honrosamente encuadernado, impreso prolijamente en buen papel con buena tinta, con márgenes espaciosos y un admirable prólogo- y mostrándoselo a un amigo, le dirá, nostalgioso: "Esto era un libro".